Volver a la Antártida ha significado vivir de nuevo la sensación de explorar lo inexplorado. Y visitar el Polo Sur geográfico, ¡un sueño hecho realidad!
Como ya he dicho en alguna ocasión, la Antártida es el lugar más remoto en el que he estado nunca. Y cuando decidí volver a emprender una aventura antártica, no podía imaginarme que volvería, si cabe, más cautivada por el séptimo continente.
Decidí esta vez confiar en la experiencia de White Desert Antarctica para mi expedición. Nuestros colaboradores son los únicos que disponen de un campo base en territorio antártico y, aunque ofrecen diversas opciones de aventura, mi espíritu explorador me hizo querer ir un paso más allá y apuntarme a su programa de visita a los Pingüinos Emperador y Polo Sur.
Para unirme a la expedición viajé hasta Cape Town, donde tuve la oportunidad de alojarme en el magnífico hotel The Silo, un hotel mágico sobre el Victoria & Alfred Waterfront que se erige como una celebración del arte, la arquitectura y el diseño. El hotel forma parte de The Royal Portfolio, y en él se aprecia el toque mágico de Liz Biden en cada detalle. Fue un perfecto comienzo para mi aventura, y la propiedad realmente me cautivó. Volveré a alojarme, sin duda, cuando regrese a Cape Town. The Silo será mi casa en la ciudad a partir de ahora.
Allí, en el penthouse del hotel, tuve oportunidad de asistir al briefing inicial que White Desert ofrece a todos sus huéspedes para introducirlos en la aventura y, también, para comprobar que todo el mundo está perfectamente equipado para la expedición. Una reunión que sirvió para calentar motores para lo que estaba por venir.
A la mañana siguiente, mejor dicho, a la madrugada siguiente (pues el despertador sonó muy temprano para nuestro vuelo a las 6 a.m.) empezaba una aventura que no olvidaré jamás. Me enfundé mi original camiseta del astronauta explorador polar… (¡muy Ana Bru!) y me dirigí al aeropuerto de Cape Town para embarcar en un Gulfstream G550, uno de los más impresionantes jets privados del mundo, rumbo a la Antártida.
Tras cinco horas de vuelo desde Sudáfrica, llegamos a Wolf’s Fang Runway, el primer punto de contacto de White Desert en el continente.
A medida que el avión iba acercándose al continente iba creciendo en mí la sensación de estar a punto de aterrizar en otro planeta. El paisaje antártico es tan distinto a cualquier cosa que hayamos podido imaginar que, al llegar, te ves desbordado por su inmensidad.
Una vez allí, nuestro grupo debía abandonar el jet y embarcar en un avión Basler BT-67 equipado con esquís (¡y sin presurización!) que nos permitiría movernos por el continente y llegar de forma segura a Whichaway Camp, el que iba a ser nuestro hogar los próximos días. Sin embargo, debido a las condiciones climatológicas fue necesario adelantar la visita a la colonia de pingüinos que estaba prevista para más adelante.
Dos horas y media más tarde allí estaba yo, viendo familias y grupos de pingüinos emperador que, primero tímidos y luego más atrevidos, interactuaban con el grupo con total naturalidad. ¡Qué comienzo tan fantástico para mi aventura!
Aunque se trata de una zona muy protegida y no es posible acercarse demasiado a los animales por su propia seguridad, la imagen de los pingüinos adultos y sus crías sobre el paisaje helado es algo que nunca deja indiferente. Sus rituales de comunicación, sus movimientos y su curiosidad por acercarse a los visitantes son escenas a las que no estamos acostumbrados y que, desde luego, valen la pena.
Tras un par de horas con nuestros amigos nos dirigimos, por fin, a Whichaway Camp. Ver el campamento desde el avión, con sus pequeños iglús (llamados pods) en medio de la nada, es una imagen impresionante. Realmente, que White Desert haya podido establecer un campamento semipermanente en la Antártida con una huella medioambiental mínima, es algo exclusivo y único… ¡y nos encanta!
Las instalaciones en Whichaway Camp resultan acogedoras y son el equilibrio perfecto entre funcionalidad polar y lujoso confort. El campamento consta de seis espaciosos pods diseñados con mimo y mucho gusto, capacidad para dos personas cada uno, zona de aseo y baño en-suite. Un espacio privado en el que relajarte tras las excursiones y aventuras que te esperan durante el día.
El resto del campamento está formado por un pod-vestuario con ducha, así como un conjunto de pods que combinan recepción, sala de estar y comedor. Todos ellos son muy agradables y están cuidadosamente diseñados para que los huéspedes puedan disfrutar de momentos de relax y compartir impresiones sobre su viaje.
A la mañana siguiente, nos esperaba un primer contacto con los alrededores de Whichaway Camp para familiarizarnos con el entorno. ¡Tocaba calzarse los crampones y caminar sobre el lago helado!
Como en cualquier expedición, es imprescindible ir bien equipado con la ropa y los accesorios adecuados. Así, pese a la temperatura (aproximadamente entre 0ºC y -5ºC) no sientes frío en ningún momento, y puedes disfrutar del viaje con seguridad y comodidad.
¡Esto acababa de empezar!
Y es que, si la inmensidad del continente aún no me había cautivado lo suficiente, los túneles de hielo me ofrecerían imágenes que iban a dejarme sin aliento. Tras un largo paseo por lagos helados y terrenos escarpados, nuestros guías Manu y Baba se adentraron en la montaña para descubrirnos algunos de los secretos mejor guardados en las entrañas del continente.
Túneles interminables, grietas de un azul intenso que a su vez cambiaban de color en las diferentes horas del día y bloques de hielo cristalino iban apareciendo ante mis ojos en un sinfín de formas que, mirase donde mirase, me transportaban casi a otro planeta.
Esa noche, en la tranquilidad de mi pod, al cerrar los ojos, volvía a ver el azul intenso del hielo y revivía una y otra vez las sensaciones que, en los túneles, me habían embargado durante la mañana.
A la mañana siguiente, nos esperaba un emocionante día de trekking. Los llamados nunatak son picos montañosos que se encuentran rodeados de hielo, cuya configuración dura ha sido provocada por la erosión de los ciclos de hielo. Poder contemplar las olas de hielo del glaciar desde la montaña, con la inmensidad de la Antártida a tu alrededor, es algo excepcional y, si el clima acompaña y el sol baña el paisaje, es una imagen única.
Tras la excursión, y como todos los días, pudimos disfrutar de una apetitosa comida preparada por el chef de Whichaway, que consigue que los huéspedes no solamente “recarguen pilas” sino que disfruten de auténticas delicias durante su estancia, algo que aprecié mucho, dada la dificultad de hacer llegar según qué alimentos a tan remoto lugar.
Tras unas horas de descanso, estaba preparada para lo que iba a ser uno de los platos fuertes de la expedición: mi paso más allá… ¡la visita al Polo Sur! Estaba muy emocionada por convertirme en una de las pocas personas que han estado en el punto más al sur del planeta y, desde luego, la experiencia no me decepcionó. Tras siete horas de vuelo (con parada para repostar en el campamento FD83) habíamos recorrido los 2.400 kilómetros que separan Whichaway Camp del Polo Sur geográfico.
Una vez allí, y con una temperatura aproximada de -23ºC, pude confirmar, una vez más, que se trata del lugar más extremo en el que he estado. Y aún así, también fue un momento de absoluta felicidad saber que había llegado a lo que muchos consideran “el fin del mundo”. Vestida convenientemente con equipación polar de pies a cabeza (¡importantísimo!), pude disfrutar de un paseo por la zona siendo consciente de que me encontraba en uno de los lugares más fríos, solitarios, silenciosos, helados, inaccesibles e irresistibles del mundo.
Todavía emocionada por el momento, volví al avión y nos dirigimos de nuevo a FD83.
Es fácil perder la noción del tiempo en un lugar en el que no se hace de noche en ningún momento (en esta época del año), pero es necesario mantener cierta organización horaria, especialmente, en el caso de los pilotos.
Por eso, nos dispusimos a pasar la noche en uno de los lugares más remotos de la Tierra acampados en tiendas especializadas (que recogen la luz solar transformándola en calor en su interior). No resultaban tan calentitas y acogedoras como los pods de Whichaway Camp pero ¡no pasé frío en absoluto! Eso sí, bendito antifaz que me permitió dormir a pesar de la luz del día del exterior…
Tras dos horas más a bordo del avión Basler, regresamos a Whichaway Camp a la mañana siguiente y tuvimos la oportunidad de celebrar nuestro logro. La felicidad de haber estado en un lugar en el que no existe el Este, ni el Oeste, ni siquiera el Sur, donde solo existe el Norte, era compartida por todo el grupo. Habíamos creado un vínculo muy especial.
En los días siguientes antes de regresar a Cape Town, pude realizar muchas otras actividades para conocer y disfrutar todo lo que la Antártida ofrece. Escalada, paseos sobre el hielo, rápel, y ¡hasta tuve ocasión de realizar una vía ferrata! Ese día, pude contemplar las olas heladas en un mar de un blanco infinito que haría las delicias de cualquier amante de la naturaleza.
Y como broche de oro, en una rápida visita a la base rusa, también tuve oportunidad de reencontrarme con mi gran amigo José Manuel Naranjo, explorador profesional y uno de los insiders de BRU & BRU especialista en regiones polares, con quien he viajado en el pasado. ¡Qué pequeño es el mundo a veces!
Mis días en Whichaway Camp me permitieron, en cierto modo, desconectar del mundo y conectar de nuevo conmigo misma. El aislamiento al que el entorno te somete te hace tomar conciencia de lo mucho que debemos valorar nuestro día a día: el consumo de agua y electricidad, por ejemplo, debe ser controlado allí, mientras que en casa lo damos siempre por supuesto sin pararnos a pensar en ello.
Despedirme del que había sido mi hogar durante diez días resultó una mezcla de emociones entre la tristeza de decir adiós a un paisaje absolutamente espectacular y la alegría de volver a casa (¡pasando primero de nuevo por el agradable verano sudafricano!).
Mi segunda experiencia en la Antártida había cumplido, de sobras, todas mis expectativas.
¡Antártida y Polo Sur... reto conseguido!