Volver a París es como volver a casa. Y es que París es de aquellas ciudades que deberían ser de visita obligada cada 3 o 4 años.
Todo empieza con aquella sensación de vitalidad que te invade nada más llegar a la ciudad, en el momento en que aprecias la belleza inmortal de la Ciudad de la Luz desde el taxi. Y qué bien merecido tiene su título: es esa sensación de luz, plenitud, energía de otra época que todavía hoy vibra en cada rincón de la ciudad, donde uno se puede sentir como un rey.
Supongo que París es tan especial porque en ella se da una curiosa mezcla: arquitectura para todos los gustos, refinada y reputada gastronomía, moda y glamour, teatro universal… Una mezcla que da como resultado lo que los franceses tan acertadamente llaman grandeur.
Mi experiencia en mi última visita fue de lo más sensorial: dejarme impregnar por el glamour de los Champs Élysées, orgullosos de exponer sus casetas navideñas, mirar hacia arriba y observar los árboles vestidos de ocre y naranja, ver caer las hojas bajo un agradable sol de otoño en la Place des Vosges, en pleno barrio de Marais, tener el honor de degustar las deliciosas obras de arte culinarias del reputado chef en la prestigiosa escuela Le Cordon Bleu o disfrutar de un relajante baño a la luz de las velas, como si de otra época se tratase, con una copa de champagne, cosecha de la reserva del propietario del hotel.
Si algo tengo claro es que cuanto más visito esta ciudad, más afinidad siento y mejor sabor me llevo. Y una cosa es evidente, sea cual sea el propósito de tu viaje, París siempre va más allá para satisfacer tus deseos. ¡Allí todo es posible!
En definitiva, por diferentes que sean las experiencias vividas en París, siempre hay en ellas un denominador común: el deseo de volver.